sábado, 12 de julio de 2014

Por no mirar al suelo.

Cuando no esperaba nada de la noche, ni siquiera de su casa salir, 
allí estaba ella sentada en la mesa, 
a la que sin saber le dirigían (porque no andaba solo). 
Aquel nombre no lograba recordar, una, dos veces y cuatro veces. 
Sólo porque el prejuicio le decía intratable, 
con el ego por encima del Everest, 
y no fue por la temperatura de aquella librería, 
sino su belleza por la que arreció.
Dentadura perfecta de Hollywood, y una boca de esas 
por las que Sabina escribe canciones, 
canalizando las ansias de probar. 
Entonces, ella se puso de pie para buscar levadura fermentada, 
siendo sus zapatos los que dieron el martillazo del final del juicio.
Descubriendo que se le podía hablar 
y que aquel cuerpo, 
que dibujaba un vestido azul, 
encima del cuello
sujetaba todo lo que al contrario el creyó.

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