martes, 10 de noviembre de 2015

Feretros

Congregaciones oníricas con mi padre –que aún fenecido no me abandona– y "amigos y amigas" que si lo hicieron. O quizás son todos muertos...

Aventura onírica (escapando del purgatorio).

En esta nueva aventura onírica –una de las muchas recurrentes– con mi padre, intentábamos, escapar de centro medico. Un hedor a obscuridad nos acompañaba en nuestro recorrido, en cada habitación, en cada pasillo. El metal, debido a la era industrial, se mostraba gris sangriento y corrosivo.

Todo personaje que se nos cruzaba, gentilmente nos brindaba indicaciones inciertas, tal si fuera un preámbulo de lo que me ocurriría por las calles de Quito. Así comenzamos a recorrer pasillos, umbrales y desiertos de parpadeante escombros. Una puerta gris nos condujo hacia unas escaleras (aún más obscuras que cualquier espacio visitado), al bajar el crujiente metal, un poco más allá del subsuelo, nos topamos un amplio espacio exterior. Allí estaban conglomerados, los "locos" del teatro: títeres, mimos, clowns, danzadores, en un ritual alrededor del fuego. Una figura que danzaba y declamaba era proclamada la reina –su desnudez se dibujaba bajo la túnica blanca– del estadio “Katatonie”. 
Con ella fui al teatro la noche anterior y después por unas cervezas “¡Es ella, no puede ser!” –me dije. Y tal parece que la magia de esa noche –y de todas las demás– culminó por alguna estupidez que salió de mi boca o por culpa de aquel dulce y lanzado intercambio de saliva. Entonces, para que no pensase que ella era la razón de mi presencia, fingí no haberme percatado ,tampoco creí que ella me viese, pues el teatro es un lugar de transeúntes en trance. Nos entremezclamos entre la multitud, para pasar desapercibidos y lograr el escape de aquel escenario carnavalesco. En el ala derecha nos adentramos nuevamente en la penumbra de un largo y estrecho pasillo.

Y cada vez más ansioso, entre el simple saber que escapar de allí era cuestión de vida o muerte y el deseo de volver y rescatarla o condenarme con un beso. Seguí con mi padre, Julio, abriendo puertas, subiendo y bajando escaleras y ascensores; atravesando habitaciones. Finalmente encontramos la única indicación certera, la de un anciano que operaba el ascensor “la salida es por ahí…” –dijo. Finalmente llegamos al exterior, confirmado por la luz ciega del sol y el blanco aroma del Ilan-Ilan. Allí nos despedimos, el se quedó en el mundo eterno de los sueños y yo de regreso al mundo de la consciencia y la confusión.